Crítica: 'En el límite del amor'


A pesar de lo que pueda sugerir tan repelente título, "En el límite del amor" no es un mero pasatiempo idiota de domingo por la tarde. Bueno, algo sí, pero no del todo.

Y menos mal, porque a priori la cosa apestaba a producto rutinario, acartonado y de sorpresa cero, y la verdad es que, por lo menos en su primera parte, este enésimo drama "de época" de Keira Knightley se deja ver. Que ya es.

Y no, el punto de partida no es nada del otro jueves, ni el desarrollo argumental es una maravilla, ni su parte formal es el no-va-más. Pero el oficio con que se lleva todo es de agradecer, y la sensibilidad que toca algunos momentos a la película es digna de mención. Pero ojo, que no todo en el monte es orégano.

"En el límite del amor" nos traslada al Londres de 1940, a punto de caramelo los bombarderos alemanes y el pánico bélico ciudadano. En ese contexto, Vera Phillips (Keira Knightley) se saca unos peniques como cantante de cabaret en los pasillos de los metros [sic] cuando se reencuentra con un antiguo "amigo especial", Dylan Thomas himself (Matthew Rhys), que ha regreasdo a la ciudad con una esposa colgada del brazo (Caitlin, con el rostro de Sienna Miller) y la voluntad de comerse el mundo literario con sus poemas. Contra todo pronóstico, Caitlin y Vera se hacen "mejores amigas" y se establece un triángulo amoroso que se ve complicado con la entrada en escena de William (Cillian Murphy), soldado que termina casándose con Vera.

Pero, natural, los sentimientos de Vera son poderosos y su amor hacia Thomas no hace más que crecer... y complicar la vida un poco a todas las pobres marionetas que corretean por complejo teatrillo del amor.

La trama es un puro culebrón, sí. Pero mientras el director John Maybury y su guionista Sharman Macdonald consiguen encauzarlo por unos terrenos más o menos contenidos, resulta un culebrón bien llevado, para qué engañarnos. Aunque es cierto que la película no resulta todo lo provechosa que podríamos llegar a creer en un principio, sí hay una cierta voluntad de hacer las cosas bien, de modo elegante y con una inquietud por ir un poquito "más allá". Se agradece, sí.


BBC Films, los tipos que están tras "En el límite del amor", parecen empeñados en ser considerados el organismo de preservación de la cultura británica por excelencia, con lo que se aseguran de que todos sus productos de corte más o menos histórico mantengan un cierto nivel de calidad en sus reconstrucciones. Y si de paso se puede ensalzar con orgullo unos ciertos iconos nacionales (caso de Dylan Thomas), pues eso que se llevan.

Así que sí, la reconstrucción es primorosa, y la ambientación, además de conseguida, resulta agradable a la vista. Hay que agradecer a Maybury una planificación con una voluntad esteticista y una fotografía preciosista. Pero "En el límite del amor" es una película que en más de un aspecto, pues eso, camina en el límite. Y en este sentido lo paga el espectador teniendo que sufrir precisamente eso: esteticismo y preciosismo, en muchos casos exagerado. Maybury no siempre puede contenerse y la postalita de turno no siempre funciona y hace acto de presencia la horteradilla con síndrome "Sky Captain", otras los trucajes de cámara resultan burdos por manieristas, e incluso en algunos momentos al director se le va la mano con el pantone y convierte el plano en un lienzo warholiano: atención al primer plano de la Knightley en azul con los labios de rojo chillón. Muy pop.

Y no es este el único ejemplo de cómo la película mira cara a cara al desastre y no siempre sale victoriosa del envite. Y es que, así como el tono general pretende moverse en las coordenadas de un clasicismo sin poder evitar caer a menudo en lo ortopédico, también aspira a bucear en el romanticismo y más de una vez está a esto de ahogarse en lo relamido.

Porque, que nadie se engañe, esto no es un biopic. Por mucha presencia de Dylan Thomas, lo que en un principio parece un drama biográfico sobre el proceso creativo y su relación con el afecto femenino, al final termina derivando en un triángulo amoroso (cuadrado, más bien) donde la figura histórica del poeta queda reducida a un actor más. Curioso, no pretende resultar un documento histórico para iniciados ni primerizos de la poesía británica, pero no renuncia a una marcada vocación literaria (como hacía con Keats "Bright Star", aquí se utilizan algunos textos del poeta narrados en off para dar un cierto caché al libreto).

Pero lástima, no logra profundizar en esos temas relacionados con el proceso artístico, con la influencia de la musa y con la relación del artista y su entorno afectivo y social: atención, estamos hablando de una II Guerra Mundial en plena ebullición.

Y del mismo modo que quedan en un bosquejo los temas que va apuntando a lo largo del metraje, sembrando semillas pero sin recoger sus frutos. Ahí están ítems tan universales como la culpa, el remordimiento, los celos hacia un pasado lejano o hacia una realidad que no necesariamente tuvo por qué existir, la locura pasional o la redención por el amor. Nada de ello se desarrolla lo suficiente para trascender la categoría de "apunte".


Un alto para recapitular, porque aquí se viene un pequeño giro en la historia: hasta algo más de la mitad de la película, nos encontramos ante un producto rodado con oficio, que aunque no puede evitar caer en algunos excesos, consigue captar nuestro interés sin hipotecar el sentido de la credibilidad ni venderse a trucos sentimentaloides baratos.

Bien, pero es que la película termina dando un pequeño giro (que en el fondo tampoco es tal), para terminar abriéndose sin prejuicios al despiporre culebronesco con el retorno postbélico de un William consumido por los celos y con los horrores de la guerra marcados a fuego en la retina. Ahí es cuando el melodrama desgarrado (ejem, ejem) entra en acción y la cosa empieza a bajar enteros. Por el desagüe se van toda la ocasional contención, la clase y delicadeza con la que se mostraban algunos elementos y la extraña seducción que podía ejercer el trinomio Vera-Thomas-Caitlin. Lo que parecía sobriedad y precaución se convierte ahora en seriedad forzada, y lo que podía ser un drama romántico interesante pasa a ser una histriónica y convencional historia de relaciones humanas trágicas.

No es un desastre de película, cuidado. E incluso puede engañar: su envoltorio es perfecto, con unas interpretaciones francamente buenas, ajustadas a los personajes (Knightley y Murphy se mueven como pez en el agua en este tipo de papel), y la música de Angelo Badalamenti (!), en ocasiones en la línea de “Una historia verdadera”, termina dando lustre al conjunto. Pero es que al final, de tan perfecta termina siendo profiláctica, casi estéril.

Y cómo no serlo: un texto de aspiraciones románticas, unos diálogos de aspiraciones literarias y una realización de aspiraciones pictóricas. ¿A nadie más le chirría todo esto?

Por John "Bluto" Blutarsky: La casa de los horrores








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