CRÍTICA: 'NEBRASKA'
El último viaje. La comedia negra. La
peliculita pequeña en blanco y negro. La carrera a los Oscar.
Nebraska.
Podría tratarse ésta de la cinta que
cumple el porcentaje de cine independiente que exige año tras año
Hollywood. Sin embargo, para ser tan independiente, Nebraska opta a
varios de los principales premios de la Academia. Esta comedia amarga
crece poco a poco y ofrece una lección de cine con pocos
ingredientes, los justos para llegar a donde otras se quedan a medio
camino. El nuevo invento de Alexander Payne (Los Descendientes, Entre
copas) nace pequeño, no hay duda, pero deja poso y exuda libertad y
grita vida y cine.
Woody Grant, un anciano senil, lo ha
perdido prácticamente todo. Gran parte de la culpa la tiene el alcohol.
Llegado este punto de su vida, cuando sus hijos se plantean
ingresarlo en una residencia, cuando su mujer sólo tiene exabruptos
hacia él, a Woody le cambia la suerte: le llega una carta
publicitaria donde le anuncian que es ganador de un millón de
dólares. La única pega es que el cupón se canjea en Nebraska, y el
anciano convierte en éste el objetivo de su vida. Su hijo David
acepta llevarlo en coche como quien ejerce de chófer para un
desconocido, a sabiendas de que el premio no existe. El viaje, los
personajes que encuentran y las situaciones que viven dan lugar a una
road movie atípica donde padre e hijo vuelven a encontrarse con sus
orígenes antes de emprender la loca aventura de llegar a Nebraska.
Payne dota de cercanía al relato
gracias a la presencia de escenarios familiares, carreteras mil veces
transitadas y pequeñas ciudades y pueblos de la América profunda
perfectamente intercambiables. La construcción de los personajes,
desde un protagonista de bueno, tonto a los divertidos secundarios
del pueblo natal de Woody, desprenden una verdad abrumadora, pero es
en la relación paternofilial donde tienen cabida conceptos como
perdón, amor o esperanza. Este último viaje de aprendizaje de ambos
personajes se torna a veces amargo, otras tierno, difícil, duro,
inútil. Sin desvelar nada, diré que lo importante es el viaje, no
el destino.
El reparto de Nebraska está liderado
por un inmenso Bruce Dern como anciano senil que carga con la culpa
de la autodecepción en un hombro y la ilusa esperanza en el otro. Le
acompaña Will Forte como hijo comprensivo y decidido a recuperar el
tiempo perdido con un padre ya desconocido ante sus ojos. Sin
embargo, quien roba todas las escenas donde aparece es la matriarca
de la familia, una deslenguada June Squibb que se merece todos los
premios, y cabe destacar la creación de un extenso conjunto de
secundarios como pueblerinos divertidísimos y con mucha mala leche.
Y es que habría sido cómodo optar por el
camino fácil del drama y la lágrima gratuita, con este señor que
de repente no sabe ni dónde está, ni qué hace cuya máxima
esperanza cabe en un cupón publicitario. Por eso el interesante
guión de Bob Nelson afila la pluma y arroja su buena dosis de humor
negro e incorrección política a esta fábula hermosa y vitalista.
Además, la fuerza visual de un blanco y negro preciosista hace que
los amplios planos de los escenarios estadounidenses cobren una
intensidad mayor. Nebraska es, no cabe duda, una película hermosa,
una historia que nos gustaría compartir con nuestros padres o, quién
sabe si algún día, con nuestros hijos.
Parece poco, y eso la hace grande.
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